22 de marzo de 2011

VISITANDO ENFERMOS

Cuando niño me llamaba la atención como, después de la misa, algunas personas se acercaban al sacerdote, que les daba unas hostias que ellos colocaban con respeto en unos “cofrecitos” pequeños. Eran los “ministros de la Eucaristía”, que después de la celebración dominical salían a repartir comuniones a enfermos y personas impedidas de asistir al templo. Como niño no entendía muy bien qué era aquello, ni la importancia de visitar a los enfermos. Gracias a Dios crecí en una familia sana donde los incidentes médicos durante mi niñez se podían contar con los dedos de una mano, y por eso la realidad de los enfermos e incapacitados no me era algo conocido o cercano. 

Pasarían los años, y como a todos, la vida traería estas experiencias a un plano más personal. Entonces entendí la hermosa labor de visitar a los enfermos, conversar con ellos, llevarles la Eucaristía y rezar juntos. Y admiré a estas personas que, muchas veces anónimamente, dedicaban su tiempo para llegar a aquellos que no podían venir a la Iglesia. A mi mente vienen ahora muchos nombres de mi comunidad del Carmen, y seguro que quien lea este comentario también tendrá sus personales recuerdos de esos visitadores y ministros eucarísticos. A fin de cuentas esta es una de las obras de misericordia mencionadas en la Biblia, una de esas formas sencillas pero importantes de amar al prójimo.

 
Yo salí de mi ciudad y parroquia cuando tenía 18 años a estudiar en Santiago de Cuba, y nunca pude participar de este tipo de esfuerzos en Santa Clara. Pero oportunidades no tardarían en llegar. Sucedió con el grupo de jóvenes universitarios de Santiago de Cuba, que nos reuníamos semanalmente y planificábamos mil actividades juntos. Una de esas veces que nos cuestionábamos cómo vivir nuestra fe con mayor compromiso, alguno de nosotros mencionó la posibilidad de visitar a enfermos en la ciudad.

La idea fue más fácil de decir que concretar, y por una razón u otra, no logramos vincularnos a ninguno de los visitadores de enfermos que ya existían en las diversas parroquias santiagueras. Pero esto no detuvo nuestro entusiasmo, porque decidimos visitar a otros enfermos sin ningún vínculo eclesial. Planificamos entonces ir a los hospitales a ver cualquier enfermo que estuviera solo y nos permitiera estar a su lado. Y comenzamos una tarde-noche en el Oncológico de la ciudad

Habíamos acordado reunirnos a la entrada del hospital al comienzo de la hora de visitas, pero cuando “el contingente” de Quintero (la beca de la Universidad de Oriente) llegó no había nadie más de las otras universidades. Así que luego de esperar unos minutos, Castor, Jorge (un cienfueguero recién convertido y lleno de entusiasmo apostólico) y yo comenzamos nuestro recorrido. Eran los comienzos del Período Especial, y precisamente una de las ciudades más afectadas por las carencias de principios de los 90 era Santiago de Cuba. Había un estado de hambruna generalizado, y nosotros, siendo estudiantes becados, sufríamos muchísimo esta situación. A falta de algo que llevar, lo único que conseguimos traer aquella tarde fue un cartucho de caramelos -de esos caramelos “artesanales” que hacían en Santiago con materiales de dudosa procedencia, y que probablemente hicieran más daño que bien a la salud. Pero otra cosa no teníamos. Y en esos tiempos aún un caramelo se agradecía muchísimo.

Al entrar en las salas del Oncológico nos golpeó inmediatamente la tremenda miseria y dolor que allí había. No creo que el cáncer sea precisamente una enfermedad fácil de ver en ningún lugar. Pero es mucho más duro cuando a los padecimientos del cuerpo se suman espantosas carencias materiales. Nosotros habíamos entrado con toda la energía y entusiasmo de cualquier joven de 20 años. Pero lo que había allí era algo que superaba con mucho cualquier optimismo juvenil. Todavía me acuerdo de los sentimientos encontrados que tuvimos.

Y sin embargo, haciendo un esfuerzo, continuamos la visita. Habíamos pensado en estar unos 20 minutos, pero nos extendimos casi todo el tiempo permitido para visitar a los enfermos. Nos dividimos el único cartucho de caramelos y nos separamos, cada cual buscando alguien que estuviera sólo y necesitado de compañía.

Fue una experiencia tremenda, llegar ante una persona sola, preguntar si podíamos sentarnos con ella y conversar un rato. Al principio nos miraban con aprensión, pero nosotros decíamos que sólo queríamos acompañarlo un ratico, si no les era molestia. Al cabo de un rato, les preguntábamos si querían que rezáramos con ellos por su mejoría. Y luego de un tiempo, compartíamos los caramelos y decíamos adiós. Y continuamos con otro paciente. Y otro más. Y así hasta que se agotó el tiempo.

Cada uno nos contaba de sus sufrimientos. Físicos y emocionales. Algunos estaban solos. Otros eran de “los campos” y las familias venían cuando podían. Otros estaban angustiados (no era para menos) con la incertidumbre de su enfermedad. Algunos, con un suero a cuestas y apenas algo de energía, estaban más allá de cualquier esperanza terrena…

La inmensa mayoría de los enfermos a los que nos acercamos nos recibió con agrado. Algunos no creían en Dios, pero igual estaban contentos de que rezáramos por ellos (que, a las puertas de la muerte, es muy difícil presentarse sin ningún asidero espiritual). Y, cuando mencionábamos a la Virgen de la Caridad, todos entrábamos en sintonía. A fin de cuenta los santiagueros son muy cercanos a Cachita (al igual que la mayoría de los cubanos, pero para los santiagueros el Cobre es una referencia todavía más cercana y familiar).

En la siguiente reunión del equipo de jóvenes universitarios contamos “con orgullo” nuestra “hazaña”. Creo que repetimos la visita al Oncológico una o dos veces más. No fue una actividad muy popular. Ni concurrida. Ni fácil de vivir.

Cuando miro atrás, luego de 20 años más en las costillas, me avergüenza que no pudiéramos hacer más. ¿Cómo tuvimos tiempo y energía para muchas otras cosas y no para esto? Pero, a medida que uno envejece tiende a mirar con misericordia la inexperiencia de su juventud, nuestro desconocimiento de la vida –a pesar de que a esas edades uno se cree que se va a “comer al mundo”.


A fin de cuentas, y analizando en profundidad, nosotros no hicimos mucho. Más bien estábamos recibiendo. Lo que pasa es que no nos dábamos cuenta en nuestra vanidad, o nuestro desconocimiento. Esos enfermos nos dieron más que lo que nosotros llevábamos. Y no me refiero a los caramelos, sino a las bendiciones espirituales que recibimos a través de ellos cuando, brevemente, compartimos su mundo de dolor y sufrimiento extremos. Ojalá hubiéramos tenido nuestros sentidos más abiertos a esa realidad… Y ojalá que hoy dedicáramos más de nuestro tiempo a visitar enfermos, a compartir aunque sea un ratico las dificultades de aquel que está más necesitado que nosotros.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y en el mundo moderno, específicamente en el primer mundo, hay más enfermedades y pobreza en lo espiritual por lo que deberíamos tomar conciencia de que quizás cualquier conversación cotidiana podría ser una visita a un enfermo, con solamente escuchar, con solamente dar palabras de aliento y esperanza, y es que el alma enferma ¡es tan difícil de curar! Los felicito por tocar este tema que tantas veces es soslayado.